Estamos acostumbrados a ver cómo las nuevas tecnologías ayudan a las personas que tienen alguna discapacidad física: sillas de ruedas automáticas, prótesis revolucionarias, incluso sensores de imagen o voz directamente conectados al cerebro por medio de electrodos. Pero ¿qué hay de las personas con alguna discapacidad psíquica? Pensemos en quienes sufren esquizofrenia. Es esta una condición crónica caracterizada por ciertas conductas que resultan anómalas para la comunidad. En particular, muchas personas con esquizofrenia tienen dificultad para reconocer las emociones en las expresiones faciales de otras personas, lo cual afecta gravemente a su comportamiento social. Además, esta dificultad no es exclusiva de la esquizofrenia, sino que se observa también en casos de manía, demencia, daño cerebral, autismo etc.

Aquí entran en juego las tecnologías de robótica social. Un robot social es aquel que interactúa y se comunica con las personas (o con otros robots) siguiendo una serie de comportamientos y reglas sociales. Además, tradicionalmente se considera que un robot debe estar materializado en forma de dispositivo físico. Pero las mismas habilidades de interacción diseñadas para un robot físico pueden integrarse en un personaje virtual representado en un ordenador. Desde esta perspectiva, un avatar puede ser considerado un robot, en línea con el nuevo paradigma tecnológico en el que la frontera entre lo físico y lo virtual se diluye progresivamente.

Ahora bien, ¿qué ventajas tiene el uso de avatares en terapias psicológicas y psiquiátricas? En mi opinión, innumerables. Un avatar puede alcanzar un nivel de expresividad comparable (si no superior) al de un robot físico, e incluso al de una personal real. Ni siquiera se necesita una apariencia humana hiperrealista: un simple dibujo animado puede resultar enormemente expresivo (pensemos en el Coyote cuando en su persecución del Correcaminos, sobrepasa el límite del acantilado). A diferencia de una persona real, la expresividad de avatar puede ser controlada al milímetro por un terapeuta. Este puede hacer que el avatar virtual muestre emociones en distinto grado, desde incipientes hasta muy marcadas, aleatoriamente o en progresión, incluso en función del comportamiento del usuario.

Otro gran aspecto involucrado es la sensorización. Aquí juega un papel determinante la tecnología de Visión Artificial. Estamos acostumbrados a las cámaras de nuestros móviles que detectan y siguen caras, identifican cuáles corresponden a personas de nuestro entorno familiar o social y determinan cuándo abren los ojos y sonríen. Obviamente, esta tecnología puede ponerse al servicio de percibir la actitud del usuario durante una interacción: si sonríe o está triste, si se muestra tranquilo o nervioso, si se siente angustiado. El análisis de voz puede complementar esta información. Las propias palabras empleadas por la persona dicen mucho de su estado de ánimo. Pero, además, el tono y el ritmo también aportan información crucial: una persona irritada habla rápido y a volumen alto, mientras que alguien que está aburrido habla despacio, como arrastrando las palabras. Bien es verdad que hoy por hoy, el análisis de la voz va un paso por detrás del análisis de imágenes, probablemente porque está muy unido a la inteligencia artificial, que aún representan un reto (es verdad, cada vez más al alcance de la tecnología).

¿A dónde llegamos con todo esto? A un avatar virtual (o físico) que sigue el rostro del usuario con la mirada, interpreta sus emociones y reacciona de forma acorde a ellas, conversa con él y puede ser supervisado por un terapeuta, con la ventaja de estar disponible las 24 horas del día. Un compañero, en definitiva, que sirve de entrenador personal de cara a mejorar la percepción de las emociones humanas. No es el futuro. Es el presente.

Jaime Gómez García-Bermejo
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