“¿Cómo va a hacer este fin de semana?”, preguntamos todos cuando llega el viernes. “Soleado, pero cualquiera se fía del tiempo”, responde nuestro compañero de mesa. “¡Cierto! la culpa la tiene el cambio climático” concluimos.

En entradas anteriores de nuestro blog, habéis podido conocer cómo trabajamos en CARTIF para ayudar a paliar el cambio climático, tanto con el desarrollo de nuevas tecnologías como con la concienciación. Y digamos que, si el cambio climático es responsable hasta de trastocarnos los planes el fin de semana, ha llegado la hora de conocerlo un poquito mejor, de saber cuándo y por qué surgió.

Eduard Punset hace una introducción excelente sobre esto en su último libro.

En 1995 el premio Nobel de Química fue para el mexicano Mario Molina, el holandés Paul Jozef Crutzen y el estadounidense Frank Sherwook Rowland, por advertir al mundo de un adelgazamiento de la capa de ozono que envuelve la Tierra, de entre unos veinte y cincuenta kilómetros sobre nuestras cabezas (…) Mostraron, ante la incredulidad de muchos, que dicha capa se estaba adelgazando en la región de los polos, sobre todo en el Sur, encima de la Antártida, y que la causa de esa degradación eran unos gases que no existen en la naturaleza pero que, tras su descubrimiento, a principios del siglo XX, fueron ampliamente utilizados en la industria como refrigerantes y propelentes de aerosoles. Son los gases clorofluorocarbonados, más comúnmente conocidos como CFCs, y en el ámbito doméstico los encontrábamos en los frigoríficos y en los sprays, desodorantes… Lo que descubrieron los laureados con el Nobel fue que, pese a ser gases inocuos para la salud humana, éstos son muy estables y permanecen suficiente tiempo en el medio ambiente como para llegar a la altitud donde se concentra el ozono. Ahí se descomponen por radiación ultravioleta y los productos de ese proceso provocan la degradación del ozono” (Carta a mis nietas: todo lo que he aprendido y me ha conmovido. Eduardo Punset, 2015, Editorial Destino).

Y aunque la alerta surgió en 1974, todavía tuvieron que pasar unos cuantos años más para que la sociedad tomara conciencia del problema y se ampliara el estudio de los posibles gases de efecto invernadero. Vamos con un poquito de historia.

Es en Río de Janeiro, en 1992, donde nace la Convención Marco de Naciones Unidas sobre el Cambio Climático y donde oficialmente comienzan las negociaciones mundiales para buscar un instrumento internacional con el que reducir las emisiones que causan el calentamiento global.

Tres años después, se celebra en Berlín la primera Conferencia de las Partes (COP1) y en 1997 se adopta el Protocolo de Kyoto en Japón, con el objetivo de que los países industrializados reduzcan un 5% las emisiones en el período 2008-2012. En 1999, el Protocolo es firmado por 84 países pero, para que entre en vigor, debe ser también ratificado, lo cual representó un problema porque no había acuerdo sobre las reglas para aplicarlo. En 2001, George W. Bush anuncia que EE.UU no lo ratificará y en 2005 el Protocolo entra en vigor muy mermado, al quedarse fuera los dos principales emisores, EE.UU y China.

Pero había que seguir trabajando y llegó la COP15, en 2009 y en Copenhague, recordada por considerarse la menos exitosa, al cerrarse con un acuerdo de mínimos que no comprometía realmente a los países. Esta situación se dilata hasta 2012, en Doha, cuando se decide marcar nuevos horizontes temporales, y se elige el año 2015 como próxima fecha para alcanzar un nuevo acuerdo internacional. Y así es como llegamos, el pasado mes de diciembre, a la COP21 de París, donde por primera vez todos los países se han comprometido con el objetivo común de limitar sus emisiones.

“Nunca es tarde para bien hacer; haz hoy lo que no hiciste ayer” dice el refranero español, así que nosotros confiamos en que un exitoso capítulo haya comenzado ya en la historia del cambio climático. Crucemos los dedos.

Laura Pablos Lopez
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