La entomofagia, o ingesta de insectos, ya no es nada nuevo para nadie. Las dietas a base de insectos y artrópodos están plenamente aceptadas en muchos países, sobre todo sudamericanos, asiáticos y africanos desde tiempos inmemorables. Incluso para algunos expertos gourmets constituyen una verdadera delicatesen, por la que llegan a pagar precios muy elevados. Existen mercados de insectos comestibles a precios prohibitivos en ciudades como Nueva York, París, Tokio, México o Los Ángeles y ya algunos de los más célebres cocineros internacionales los incluyen en sus distinguidos menús.

Y es que no tienen ni una pega, nutricionalmente hablando. Son un alimento equilibrado y saludable, con alto contenido proteico, rico en aminoácidos esenciales. Son una importante fuente de ácidos grasos insaturados y quitina, además de tener vitaminas y minerales beneficiosos para nuestro organismo.

Sin embargo, es cierto que estos ‘bichos’ han captado en los últimos meses la atención de los medios, instituciones de investigación y miembros de la industria alimentaria. ¿Y por qué ahora?

Los expertos aseguran que los insectos pueden proporcionar gran parte de las calorías necesarias, en países donde el consumo de determinados alimentos es limitado. La Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO) prevé que la población mundial aumente en 2050 hasta alcanzar 9.700 millones de personas, un 24% sobre las cifras de población actual, y existirá una mayor necesidad de surtir de comida al planeta. Por tanto, también es una solución que podría ayudar a reducir los niveles de hambre en el mundo.

Por otro lado, la agricultura y la ganadería, tal y como las conocemos hoy en día, son actividades primarias que emiten grandes cantidades de gases de efecto invernadero. En comparación, la cría de insectos se puede producir con niveles más bajos de emisiones de gases de efecto invernadero y consumo de agua. Es decir, que la incorporación de estos nuevos ingredientes a nuestra lista de la compra puede también mejorar la situación del planeta frente al cambio climático, contribuyendo también al proceso de economía circular, puesto que los insectos pueden alimentarse de desperdicios agroalimentarios.

Quizá sean estas razones las que han hecho que nos paremos a pensar, además de la entrada en vigor el 1 de enero de 2018 del Reglamento (UE) 2215/2283 que incluye a los insectos dentro de la categoría de ‘nuevos alimentos’, lo cual es un gran paso que simplifica el proceso de autorización.

Pero, si son tantas las ventajas de consumir insectos ¿por qué no se hace de manera habitual en España y en muchos otros países occidentales?

Porque, dejando a un lado los temas legislativos, existe un rechazo emocional y cultural a incluirlos en nuestros platos. Dicho de otra manera, que nos dan un poco de asco.

Así lo demuestra un experimento pionero mediante cata a ciegas de alimentos preparados con insectos y monitorizado con herramientas neurocientíficas, que se ha desarrollado en el contexto de los proyectos GO_INSECT y ECIPA, dos innovadoras iniciativas relacionadas con la cría de insectos para alimentación como fuente de proteína alternativa y sostenible. CARTIF participa en el primero de ellos, un Grupo Operativo Supra-autonómico, que cuenta con el apoyo financiero del Ministerio de Agricultura, Pesca y Alimentación. En este proyecto colaboran junto a CARTIF la Federación Española de Industrias de Alimentación y Bebidas (FIAB), Insectopia2050, la Universidad de Zaragoza, el Centro Tecnológico AITIIP y la Federación Aragonesa de Cooperativas Agrarias.

Esta cata a ciegas ha servido para demostrar que no es el sabor lo que no nos gusta de la ingesta de insectos, sino el aspecto, la apariencia, saber lo que son, o ser conscientes de que vamos a comer algo que normalmente nos da grima ver en el suelo, ¡imagínate en el plato!

¿Cómo se desarrolló el experimento?

28 personas participamos en la cata, que tuvo lugar en la Facultad de Veterinaria de Zaragoza, mientras se registraba la actividad electrodérmica. Previamente, se nos advirtió que los productos que íbamos a tomar podían contener lactosa, gluten, frutos secos, crustáceos y/o insectos.

Se sirvieron cuatro platos con insectos en su composición (dos aperitivos, una pasta y un postre), y un quinto plato sin insectos que sirvió de base de comparación. En tres de los que contenían insectos, éstos se incluían procesados y no se apreciaban directamente a la vista. En el cuarto, los insectos eran fácilmente reconocibles.

Todas estas opciones fueron cuidadosamente elaboradas y testadas de manera previa para evitar que una deficiente preparación pudiera distorsionar su evaluación.

Gracias a la tecnología de la empresa Bitbrain, se midieron las diferentes respuestas sensoriales, tanto al visualizar los alimentos como al comerlos. Al finalizar, evaluamos en una encuesta individual el grado de satisfacción con respecto a cada elaboración.

¿Y cuáles fueron los resultados?

La respuesta emocional no consciente a los tres platos que contenían insectos en su composición de forma no visible entraba dentro de los parámetros normales a la cata de platos sin insectos en su composición (muy similar al impacto que produjo el plato de control). Es decir, que el hecho de que un plato contenga insectos no tiene por qué influir negativamente en el sabor y tampoco se detecta a nivel fisiológico.

Por otro lado, el impacto emocional de los participantes al degustar el insecto entero (pequeñas larvas secas de Tenebrio molitor o gusano de la harina) fue mucho más alto que en el resto de platos. Incluso, el impacto emocional fue mayor durante la visualización que durante la ingesta. Es decir, que lo que produce ese impacto es el conocimiento de saber que lo que tenemos delante es un insecto, no tanto el consumo en sí.

A nivel consciente, la nota media otorgada a los platos en los que los insectos se incorporaban procesados como harina, fue de un 7,6. Únicamente un participante no aceptó probar el plato en el que se veía el insecto entero. Los que se animaron en la cata, le otorgaron un 5,9 de nota media.

Tras conocer que todos los productos que habíamos probado contenían insectos manifestamos que no tendríamos problemas en volverlos a comer una segunda vez. Solo uno de los participantes confirmó en la encuesta que no compraría productos que hubieran sido alimentados con insectos.

Así que, al menos, debemos darles una oportunidad, aunque sea enmascarados. Más de 2.000 millones de personas ya los incorporan dentro de su dieta, así que una cuarta parte de la población mundial no puede estar equivocada.

Mª Luisa Mussons Zúñiga
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